El show de la tortura
El torero Fernando Roca Rey ha pedido a sus detractores que no confundan su profesión con su papel filantrópico en El gran show. Me imagino que lo mismo habrían exigido, en su lugar, los verdugos que activaban el mecanismo de la guillotina en plena Revolución Francesa o los torturadores de la Inquisición que tenían que quemar, ahorcar o degollar a los sospechosos de herejía en el Medievo: “Es mi chamba, sorry, yo soy bueno”.
Y uno puede entenderlo. Porque él, como muchas personas que consideran que el toreo es un arte (hecho discutible porque, como ya lo dije en otra columna, también hay quienes aseguran que las ‘snuff movies’, aquellas películas en las que se filma la agonía de una persona para producir placer sexual en sus consumidores, son obras de arte), toman una absoluta distancia del sufrimiento que producen a un ser viviente, innecesariamente torturado hasta morir.
Los defensores de la tauromaquia –y, ahora, el programa de televisión que auspicia la tortura animal- esgrimirán mil argumentos para justificarse, pero, en el fondo, nadie nos puede explicar cómo puede alguien disfrutar y aplaudir cuando, frente a sus ojos, hay un espectáculo de dolor, agonía y muerte.
Eso cabía en la antigua Roma, cuando ver a un esclavo devorado por leones era también un show de alto rating, pero algo me dice que, como especie, estamos ya algo más adelantados que eso en el reconocimiento de los derechos de los más débiles. No comparo a los humanos con los toros (eterno argumento de los taurinos), sino a quienes disfrutan del dolor que se causa a otro ser viviente, en cualquier época, en cualquier escenario, en cualquier especie.
Tal vez eso es lo que no ha entendido doña Gisela Valcárcel. Hay una gran ambivalencia en su discurso filantrópico –que pretende calmar el sufrimiento de otros con un acto de bondad-, cuando decide endiosar un oficio que provoca sufrimiento y muerte gratuitas. Con esa lógica, su próximo invitado podría ser don Santiago Martin Rivas. Total, ¿quién dice que el hombre no tiene también su corazoncito?
Por Maritza Espinoza
mespinoza@larepublica.com.pe
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